“Nuestros “malos alumnos” (de los que se dice que no tienen porvenir) nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo puede empezar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla a sido pelada. Es difícil de explicar pero a menudo sólo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente indicativo.
Naturalmente el beneficio será provisional, la cebolla se repondrá a la salida y sin duda mañana habrá que empezar de nuevo. Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta nuestra necesaria desaparición como profesor. Si fracasamos en instalar a nuestros alumnos en el presente del indicativo de nuestra clase, si nuestro saber y el gusto de llevarlo a la práctica no arraigan en esos chicos y chicas, en el sentido botánico del término, su existencia se tambaleará sobre los cimientos de una carencia indefinida. Está claro que no habremos sido los únicos en excavar aquellas galerías o en no haber sabido colmarlas, pero esas mujeres y esos hombres habrán pasado uno o más años de su juventud aquí sentados ante nosotros. Y todo un año de escolaridad fastidiado no es cualquier cosa: es la eternidad en un jarro de cristal”
Pennac, Daniel, Mal de Escuela, Barcelona, Mondadori, (2008). Pág. 60
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